A mediados del año pasado, coincidiendo con una época y una circunstancia – el final de un verano – en que me encontraba particularmente antisocial, tuve que, por motivos de trabajo, realizar un viaje por varias ciudades del interior del país, la mayoría de las cuales no había pisado nunca.
Durante el primer tramo, entre los arenales de Ica, me dediqué, en parte debido a una pésima decisión culinaria (toda esa cháchara de que la verdadera comida se encuentra en los mercados es verdad si tu mercado está en Barcelona, no en Cañete), a observar las caras y los colores de las calles y del aire, con la, ya a estas alturas incurable, vana intención de sonsacarle al vacío el verdadero motivo del porqué somos así.
Luego volví a Lima, y sucedió lo de Bagua.
Tal vez haya sido la lectura de El hablador, con sus lunas y ranitas, y su fiesta del hablar tan ajena a mi mutismo, o las palabras de mi padre describiendo la respuesta del capitán a cargo del escuadrón que protegía las instalaciones de Petro-Perú, pero pocas veces he sentido una empatía tan profunda como la que sentí al imaginar a esos hombres (muchachos, casi niños) esperando, aferrados a un fusil que no pueden disparar, que una turba enfurecida (¿justamente? Es muy probable) los atrape, los sustraiga y los degolle, y abandone sus cuerpos en la selva.
Bajo ese estado de ánimo es que tuve que ir a Ayacucho. Viajar hacia la ciudad que fue epicentro de la violencia interna de la década de los ochenta, donde Sendero abría barrigas de mujeres embarazadas y las llenaba con mierda y volvía a coser, y el ejército podía decidir hasta que punto era necesario sumergirte en agua helada para convencerse que ser cholo y no hablar bien el español no es sinónimo de una mente subversiva (si es que consideraba tantos preliminares pertinentes), me tenía particularmente nervioso.
Me encontré una ciudad viva. Las noticias de Bagua y la anunciada huelga nacional en defensa de los nativos no afectaban para nada el ritmo de la ciudad: la gente llenaba los locales coloniales convertidos en tiendas modernas, imprimiendo en las viejas calles de Huamanga la vitalidad de aquellos que ya pasaron lo peor, y solo les queda vivir.
Sergio, mi guía en la ciudad, era prueba de ello. Mientras manejaba por la campiña ayacuchana, con los hermosos celestes del cielo serrano como telón, me contaba, con igual naturalidad, historias de vacas tragadas por el dios de una laguna, de ofrendas para no quedar encantados durante la siesta en la montaña, de las camionetas compradas por los narcos de la selva, de pueblos que poco a poco renacen cuando los desplazados vuelven de Lima, y de las veces que, en su pueblo, terrucos y sinchis se llevaron a algún paisano para siempre. Para Sergio la historia es lo que ha sido, y el presente es lo que es, y mientras pueda manejar su taxi y llevar comida a casa, todo está bien, la vida vale, el dolor pasó.
Pero el dolor, sin embargo, existió. Hablan de ello las canciones que escuchamos en el auto de Sergio. Huaynos ayacuchano cuya imaginería de cazadores y de muerte Sergio me traduce del quechua que su hijo tal vez ya no hable, o cuya rabia puedo sentir directamente en español.
El más hermoso de ellos es Flor de Retama.
Inspirada en los hecho ocurridos en Huanta en 1969, en el que veinte estudiantes y campesinos murieron durante la represión de una huelga a favor de la gratuidad de la enseñanza, Flor de Retama es el tipo de canción que trasciende el motivo real por el que fue compuesta, y pasa a representar, en el imaginario colectivo, algo más complejo, más abstracto.
Vengan todos a ver ay, vamos a ver en la plazuela de Huanta amarillito, flor de retama amarilllito, amarillando flor de retama
Donde la sangre del pueblo ay, se derrama ahí mismito florece amarillito, flor de retama amarillito, amarillando flor de retama.
Por cinco esquinas están los sinchis entrando están van a matar estudiantes huantinos de corazón amarillito, amarillando flor de retama. van a matar campesinos huantinos de corazón amarillito, amarillando flor de retama.
La sangre del pueblo tiene rico perfume huele a jazmines, violetas geranios y margaritas a pólvora y dinamita.
Es el verso final, en la versión de Martina Portocarrero, el que consigue sintetizar todo el pathos de la canción. La idea, grotesca en sí misma, de poder disfrutar del olor que tiene la sangre empozada, comparándola con lo apacible de las flores, es rápidamente contrastada con la violencia de la pólvora, de la dinamita.
La estructura misma del huayno, hecho de marchas y contramarchas, de repeticiones y avances, ayuda a acrecentar el impacto. Pero son los carajos de Martina (el primero contenido, musitado entre dientes; el segundo desfogando toda la rabia e impotencia que siente) los que terminan de convertir la canción en algo más, en una muestra, en otra muestra, de cómo es el Arte lo único hermoso que puede salir de entre la mierda.
Lo interesante de la muerte de Michael Jackson y Farah Fawcett es la manera viral en que la noticia se transmitió: casi simultaneamente los status de facebook de amigos peruanos, españoles, italianos, estadounidenses y uruguayos (hola eze) fueron actualizados haciendo referencia a la noticia.
Extracto de un texto más largo que no tiene nada que ver con el extracto:
El universo de DC Comics se caracteriza por tener una peculiaridad: es un Multiverso. Infinitas Tierras paralelas albergan otros tantos Supermanes, iguales entre sí, pero siempre diferentes. En una, Superman nunca creció, se mantuvo siempre adolescente , todo acné y deseos insatisfechos. En otra, Superman es una vieja lesbiana que, llena de achaques y remordimientos, recorre, en los momentos en que no está ocupada salvando al mundo, los pasillos del ala asiria del Louvre, buscando en los colosos alados y barbudos la respuesta a una pregunta que tiene miedo de plantearse. En el nuestro, devorador de universos, Superman espera pacientemente el momento en que debe aparecer, el eterno retorno.
Friday, February 20, 2009
Me dice usted que no le gustan los vientos. Es aceptable (y comprensible – a mí también me desesperan a veces, como si en ellos estuvieran contenidos miles de fines de semanas de bandas de kermesse, barras futboleras y fiestas con mariachis, pesadillas de la infancia). Sin embargo, me parece que es muy rápida su decisión de dejarlos de lado por completo en el arreglo de sus canciones.
Los vientos no son sólo repunteadores de una alegría obligatoria, como en el ska. Son, sobre todo, una sonoridad, un color, un aire diferente para canciones que, de otra forma, se quedarían en la mitad de lo que podrían ser.
Tal vez la menos es la que menos se acerca musicalmente a lo que quiere hacer, pero me parece que es un excelente ejemplo de arreglos de vientos por dos motivos: la forma en que estos juegan con la voz y las cuerdas en los coros, y el arreglo repetitivo de las estrofas, que podría haber sido hecho con guitarras, pero no hubiera sonado igual de feliz.
O podría usarlo paulatinamente, empezar despacito, y reforzar las partes en que la canción lo requiera, casi un coro griego de respuesta a lo que se que este diciendo en ese momento.
Y ni siquiera es que tengan que ser sonidos de cuernos o flautas. O que tengan que hacer mucho en la canción para complementarla de una forma bonita, simple. Casi como un silbido.
Claro que siempre se puede optar por la grandilocuencia, el “sonamos más fuerte que la vida misma, y en esas estamos”. O pretender que está en otro lugar al que realmente está, que la canción ha venido de otro lado, de una experiencia no vivida. Que es un motivo tan bueno como cualquier otro para hacer canciones.
O usarlo por un momento, que llegue y diga lo que tiene que decir, deje las cosas claras, y se vaya como vino, dejándonos más llenos. O tal vez más vacíos.
Así que píenselo, por favor. Tararee líneas melódicas que crea que puedan ir, e imagíneselas con una trompeta, o una concha, o un silbido. Igual, siempre puede tirarme los vientos por la cabeza.