A Macarena, mi enamorada, no le gusta como escribo. Dice que, cuando lo hago, sueno pomposo y rebuscado, pedante incluso. Que no soy el mismo que la hace reír con chistes idiotas y repetitivos. Que no escribo como hablo.
Lo que me llevó a pensar, primero, si debería hacerlo. Y, luego, si era posible hacerlo.
Escribir como hablo, esto es.
Una de las características más celebradas de la narrativa del siglo XX ha sido el paulatino paso de un narrador “lejano” a uno “cercano”, desde el punto de vista de la voz narrativa. Por “lejano” me refiero al que hace uso de un lenguaje literario para contar la historia. “Cercano”, por contraposición, sería el que la cuenta con un lenguaje coloquial, como si se lo estuviera contando a alguien en un bar, o en una sesión de psicoterapia. Y no me refiero solamente al narrador-testigo, también el narrador propiamente dicho, el que cuenta en tercera persona, ha venido, poco a poco, tomando los giros y modismos del habla hablada, valga la redundancia.
Pues bien, me niego. Yo no quiero escribir como hablo. No quiero trabarme y hablar enredado, ni quiero quedarme callado porque no sé que decir, o que palabra debo usar para expresar la idea. Escribir me permite tomarme todo el tiempo del mundo para redondear la forma con la que quiero expresar el fondo. Y quiero aprovecharlo.
Además, estoy convencido de que nadie puede escribir como habla. Hasta el narrador más patero, más de esquina, o el narrador que pretende ser el mismo escritor (y aquí no hablo de “narradores que se llaman como el escritor”, sino de autobiografías, por ejemplo), es una invención del escritor, es otro ente, otra cosa. Que hayan decidido que el estilo sea ese es diferente a decir que “escriben como hablan”.
Bryce Echenique, por ejemplo, es un escritor al que siempre se le ha celebrado su narración coloquial. No sólo eso, sino que, en varias ocasiones, comenta que el punto determinante en sus primeros años como escritor fue cuando un amigo le dijo, mientras tomaban en un bar, que “escribiera como hablaba, que contara en el papel como lo estaba haciendo en ese momento”.
Bryce Echenique tiene uno de los estilos más fácilmente reconocibles, entre los que he leído. Aún recuerdo haber caminado por la playa, en mi adolescencia, luego de leer “Un mundo para Julius”, o “La vida exagerada de Martín Romaña”, o “El huerto de mi amada”, y encontrarme con que mis pensamientos tenían un ritmo, una musicalidad, que quería acercarse a la de los narradores bryceanos.
Pero Bryce Echenique, el verdadero, no habla así. Bryce Echenique no habla. Balbucea.
Es por eso que me gusta escribir así, que trato de escribir así. El yo que escribe es diferente al yo que chatea, y al yo que habla. No sé si es mejor o peor. Pero es otro ente. Otra cosa.